La palabra algoritmo es un término relativamente reciente, en el sentido que podemos decir que el vocablo no tiene raíces indoeuropeas, ni griegas y ni siquiera latinas. No obstante su origen es claro; podemos asegurar que la palabra no apareció antes del siglo noveno y que deriva del nombre del autor del primer libro árabe de Algebra que se conoció en Occidente. El autor fue al-Khwarizmi (780-846) y el libro era Kitab al-jabr wa’l-muqabala, cuyo título se podría traducir como El arte de restaurar e igualar. Precisamente la palabra algoritmo procede del nombre al-Khwarizmi. El matemático árabe difundió las ventajas del sistema de numeración posicional hindú y presentó una matemática bastante más asequible que la ofrecida por la Geometría Euclidiana proporcionando métodos de cálculo sistemáticos por medio de algoritmos, tanto para realizar las operaciones aritméticas, como para resolver problemas de la vida cotidiana. Una vez expresado el problema en términos algebraicos, con su método, sólo era necesario seguir unas instrucciones fijas para resolver ecuaciones. Por esta razón, aunque la autoría de los primeros algoritmos pertenece al intelecto colectivo de la matemática primitiva, el concepto está asociado a su nombre.
El Algoritmo de Euclides para hallar el Máximo Común Divisor de dos números había aparecido en los Elementos de Euclides (300 a C.), lo significa que en la Geometría existían métodos algorítmicos, basados en la repetición ordenada de unas reglas, al menos, doce siglos antes de al-Khwarizmi.
Después de esta introducción destacaremos las características esenciales de un algoritmo. La primera es que es un conjunto de instrucciones o reglas que, aplicadas a unos datos de entrada sucesiva y ordenadamente, resuelve un problema en un número finito de pasos. Los algoritmos son de transición acotada, es decir, que el paso de un estado al siguiente, está definido por un número finito de condiciones del estado anterior. Por último, un algoritmo tiene una estructura abstracta fija que puede aplicarse a diferentes conjuntos de datos. Podríamos decir que su estructura es invariante por isomorfismos.
Hasta mediados del siglo pasado se utilizaban los algoritmos como herramientas para realizar cálculos (algoritmos de las operaciones aritméticas, máximo común divisor, etc.) y como medio para resolver un problema concreto (como métodos iterativos con el teorema del punto fijo). Pero, en la actualidad, conseguir un algoritmo se ha convertido en el objetivo para resolver un problema y se suele considerar que un problema real se ha solucionado cuando se ha descubierto un algoritmo que lo resuelve.
Algunos físicos y filósofos objetan que resolviendo un problema mediante algoritmos no alcanzamos a comprender plenamente el concepto y la raíz profunda de la cuestión. Pero la algoritmia se ha convertido en el motor de líneas de investigación tan importantes como la inteligencia artificial, los algoritmos están en la base de las tecnologías de aprendizaje automático y cada día aparecen máquinas que aprenden y que realizan trabajos de precisión con acciones inteligentes: surgen robots variados, avances en domótica, coches que pueden circular sin conductor etc., mostrando nuevas habilidades. Los avances en este sentido se han llevado a cabo gracias al desarrollo de los ordenadores y los algoritmos informáticos realizados por programadores que han conseguido transcribir los problemas del mundo real a un lenguaje que una máquina pueda entender.
Para algunos, por el momento, las únicas tareas no trasladables a lenguaje comprensible por las máquinas, esto es, no algoritmizables y, por tanto, no realizables por las máquinas son las relacionadas con la creatividad y las emociones humanas. Ian Mc Ewan (1948-), en su novela Máquinas como yo (2019), plantea un test de Turing amoroso y desarrolla, de forma inteligente, la relación triangular entre Charlie, Miranda y el androide Adán y plantea problemas tales como si una máquina puede formular y consolar con una mentira piadosa o si puede comprender y juzgar los complejos problemas morales de las decisiones humanas.
Por otra parte, J. Lovelock (1919-) autor la Teoría de Gaia, mantiene que estamos ante una nueva era que ha llamado novaceno en la que, gracias a las máquinas inteligentes, se realizará un salto significativo en la evolución de la inteligencia humana. Lovelock no trata a las nuevas inteligencias cibernéticas como máquinas y utiliza la palabra ciborg o androide, para designar a unos seres que serán mitad máquina y mitad ser humano, porque considera que, igual que los seres humanos, los androides serán el resultado de la evolución darwiniana y que las futuras inteligencias serán un estado más en la evolución de la inteligencia humana. De algún modo ciborgs serán hijos nuestros, pero no seremos sus padres.
Para justificar esta orientación cibernética de la evolución de la inteligencia humana, Lovelock describe el modo como inteligencia humana fue evolucionando desde la época el Homo erectus: aprendió a asociarse para cazar grandes mamíferos y su inteligencia compensó su inferioridad física. Construyó cabañas para protegerse de las inclemencias del tiempo cuando no había cuevas naturales y aprendió a fabricar utensilios domésticos y flechas, que colocaron al hombre en la cima de la cadena alimentaria.
El cuidado de la prole humana, que no podía sobrevivir sin la ayuda de sus progenitores fomentó la existencia de relaciones afectivas familiares más estrechas que las habituales en otros animales. Seguramente, sus crías fueron las primeras que aprendieron a reír para despertar y atraer los cuidados de sus padres. La risa está asociada a una evolución intelectual.
De vital importancia en la evolución humana fue el desarrollo del lenguaje articulado. Todos los homínidos se comunicaban entre sí. Sus mensajes se basaban en signos, gestos o gritos cuyo significado estaba asociado a situaciones concretas. Había gritos que indicaban un peligro inminente, señalaban el ataque conjunto a una presa, etc., pero el lenguaje articulado abría la posibilidad de evocar recuerdos y situaciones al calor del fuego, con independencia de la situación en que se encontraran, y de intercambiar experiencias.
El lenguaje articulado fue una evolución increíble que permitió al Homo sapiens comunicarse sobre cosas cotidianas. Pero no podían conocer los fenómenos atmosféricos y celestes. Sobre el misterio de la naturaleza de los cielos llegaron a la conclusión de que los cielos estaban habitados por seres muy poderosos que producían truenos, mandaban la lluvia, rayos o los condenaban a periodos de sequía según su voluntad. A esos seres convenía tenerlos propicios por la gran importancia que tenía su actividad sobre la tierra.
Ya que algunos atribuían a estos seres la capacidad de que vinieran lluvias, que hubiera buena caza, que las mujeres tuvieran hijos, etc.
Lovelock afirma que, dado que el hombre es parte de Gaia, la aparición del ser humano sobre la tierra hizo que nuestro planeta adquiriera (a través del hombre) la capacidad de conocerse a sí mismo. Este hecho, seguramente es único en el cosmos, es reciente ya que El Homo sapiens empezó a conocer la realidad física del cosmos hacia el siglo XVII, con el nacimiento de la Ciencia Moderna. El hombre se hizo dueño del conocimiento y ahora estamos preparándonos para pasar el testigo a unos nuevos seres que nos superarán en inteligencia: los androides.
Lovelock dice que el periodo del reinado de la inteligencia humana en la Tierra, que denomina Antropoceno, se inició con la Revolución Industrial y señala como comienzo el año 1712, cuando Th. Newcomen (1664-1729) construyó el primer motor de vapor para prevenir las inundaciones en las minas de carbón. A partir de esa fecha aparecieron multitud de inventos que marcaron el devenir del mundo moderno. Según Lovelock, el final de este periodo tuvo lugar en 1901, cuando G. Marconi (1874-1937) transmitió las primeras señales de radio a través del Atlántico, y se abrió a una Nueva Era de la tecnología basada en la electricidad que llevaría la aparición de los ordenadores a través un desarrollo gradual al amparo de las matemáticas, de la física y de avances técnicos.
Lovelock dice que los androides dominarán el mundo a finales del siglo XXI. De hecho, afirma que ya están entre nosotros en forma de sofisticados programas informáticos que calculan millones de veces más rápido que el ser humano son capaces de pensar por sí mismos y pronto superarán el pensamiento humano y llegarán a razonar más rápido que el hombre.
Lovelock se aventura a decir que los androides no tendrán nuestro aspecto físico y que, aunque no tiene idea a que se pueden parecer, porque su desarrollo acelerado desborda la imaginación, supone que pueden ser una especie de esferas, pero puede ser -dice- que no tengan ninguna forma real, que sean unos simples nodos en una red. Pero lo fundamental es que nos necesitarán, del mismo modo que nosotros hoy necesitamos a las plantas.